Para Max Weber existen tres tipos puros de dominación legítima; también se suele hacer referencia a ellas como fuentes de legitimidad. Las de carácter racional, tradicional y carismático. Las de carácter racional, también llamadas legales, descansan “en la creencia en la legalidad de ordenaciones estatuidas y de los derechos de mando de los llamados por esas ordenaciones a ejercer la autoridad.”
En las mentes de los que creen en la democracia como gobierno de la mayoría, la única ley de la democracia es que las mayorías mandan y las minorías acatan. Estoces, para ellos, una decisión o acción, que cuente con el apoyo mayoritario, poseería la legitimidad o la legalidad de la única regla democrática que ellos reconocen.
En este caso, la afirmación de Weber podría interpretarse como que la autoridad de la mayoría (que posee esa autoridad por ser tal), o sus decisiones, cuentan, per se, con la legitimidad suficiente como para ser consideradas ley.
Pero dicha afirmación solo podría ser válida si se tomara como cierta la idea de democracia como gobierno de la mayoría, en lugar de democracia como mecanismo de protección de la libertad y los Derechos Humanos.
Tanto en ámbitos nacionales como en ámbitos de menor rango, el hecho de contar con mayorías no implica que ciertas decisiones sean legítimas, puesto que ellas podrían contravenir normas o principios que precisamente hacen posible la existencia del orden social. Vemos esto todos los días en Bolivia con linchamientos, toma de propiedades, bloqueos y presiones practicadas por encima de toda consideración legal.
“Si los movimientos sociales lo dicen, entonces es legítimo”. Esta premisa da lugar a la posibilidad de que cualquier consigna, por más descabellada que fuera, se convierta en ley y, lo que es peor, deslegitima la autoridad de las instituciones y las normas de convivencia social, impulsando a los individuos a crear organizaciones con la fuerza suficiente como para lograr ser escuchadas y poner en vigencia su propia ley.
De esta manera se pone al “clamor colectivo” por encima de la institucionalidad, generando un sinnúmero de clamores, ambiguos y contradictorios entre sí, y sacando de vigencia el derecho.
Ningún Estado funciona en base al “clamor colectivo” y es, más bien, el clamor colectivo el que se canaliza y se filtra a través de las instituciones llegando, de manera coherente y racional, al poder gubernativo, como demandas y reivindicaciones ciudadanas.
En este punto, se debe resaltar que lo expuesto no implica la total inutilidad del clamor colectivo, para Karl Popper, por ejemplo, el mito del vox populi vox dei “tiene un núcleo de verdad oculto. Puede expresarse del siguiente modo: A pesar de la información limitada de que disponen, a menudo muchos hombres comunes son más sensatos que sus gobiernos; y si no más sensatos, inspirados por intenciones mejores o más generosas”
En un Estado en que la institucionalidad funciona, pueden existir demandas ciudadanas de modificar una norma, pero estas demandas también son canalizadas a través de instituciones y son hechas, además, para conservar el funcionamiento de la vida social dentro de los marcos institucionales. De ahí, a desechar las vías institucionales porque estas supuestamente no servirían, y empezar a hablar de gobernar desde las calles, hay mucha diferencia.