Se suele olvidar muy fácilmente que la posibilidad de realizar libremente acciones de autodefensa frente a la violencia, el robo, la esclavitud y otros crímenes, es una parte de la libertad a la que los individuos renunciamos de común acuerdo, en pos de la construcción de una sociedad más pacífica y bajo condición de que sea el Estado, a través de instituciones diseñadas para ello, el que prevenga la agresión entre las personas y la castigue allí a donde se haya practicado.
Dicho con otras palabras: La libertad en su estado puro nos permite asumir acciones contra aquellos que pretenden o que logran agredirnos de alguna manera, pero dado que los criterios individuales para determinar la proporcionalidad, la justicia y la ecuanimidad de cada defensa o resarcimiento serían demasiado disímiles, generando un orden social sin reglas conocidas en el que cada persona pondría en práctica sus propias leyes, los seres humanos creamos aquello a lo que se llama Estado de Derecho.
Dentro del Estado de Derecho, las reglas generales de recta conducta (usando un término de Hayek) destinadas a proteger la vida, la libertad y la propiedad de las personas, se transforman en leyes de cumplimiento obligatorio y universal, y los individuos cedemos al Estado el derecho de usar la fuerza para hacer cumplir dichas leyes, a condición de que efectivamente se hagan cumplir, y de que esa fuerza no sea utilizada por los gobernantes en contra nuestra.
Pero ¿qué es lo que sucede cuando, habiendo renunciado a la libertad de usar la violencia contra la potencial, actual o consumada agresión, en favor de las instituciones del Estado, los individuos descubren que su seguridad no está garantizada? ¿Y qué sucede si las personas descubren que ese Estado, frente al que se cedió libertad y al que se le otorgó poder, además de no utilizar ese poder para proteger a la gente, para colmo de males lo usa para cometer aun mayores abusos contra los individuos?
Cuando eso pasa, la debilidad de las instituciones del Estado no sólo se gesta a partir de la ineficiencia, corrupción y absoluta falta de profesionalismo de los burócratas, sino también a partir de la desagregación social, caracterizada, primero, por la frustración y decepción de la ciudadanía frente a las instituciones públicas y, segundo, por el rechazo y hasta la animadversión contra ellas. Este es un sistema de impulsos y refuerzos mutuos que consolidan la crisis institucional, y al que Cayetano Llobet llamó “desinstitucionalización”
Pero dentro de todo el proceso de desinstitucionalización existe una fase final a la que podríamos llamar de “destrucción del Estado”, dentro de la que aparecen tendencias en la sociedad por recuperar aquellas partes de la libertad que se habían cedido en favor del Estado.
Aquí es cuando aparecen los muñecos de trapo colgados de los postes de luz de los barrios, como advertencia a los delincuentes sobre la ferocidad con que serán escarmentados si se atreven a cometer fechorías.
Un Estado que además de no proteger a los individuos frente a la inseguridad, comete por cuenta propia otro conjunto de abusos contra ellos, pronto los verá recuperando por sí mismos aquella posibilidad de resolver sus problemas de manera autónoma, con todas las desventajas, defectos, complicaciones e injusticias que ello pudiera causar.
En la inseguridad que viven nuestros países, tener un arma de fuego dentro de casa, en el negocio, y hasta portarla, ya no constituye pasar por encima del privilegio del Estado para usar la fuerza, sino una garantía personal contra potenciales agresiones frente a las que ese Estado no hace ni hará nada. Es el retorno de la libre defensa.